Reflexiones en la selva

martes, 29 de diciembre de 2009

La muerte multicolor

Me senté a esperar…
El sol, allá en lo alto lucía inmenso, intenso, asfixiante…
Podía contar con mis dedos las gotas de sudor que recorrían mi frente, un poco después era incapaz ni de sentirlas.

Hice como si no le hubiera visto, quizá él tampoco se hubiera percatado de mi presencia.
El calor era sofocante.

Sus ojos se clavaron en mi.

Un escalofrío recorrió cada uno de mis poros. El calor desapareció dando paso a un angustioso frío. Empecé a tiritar.
Me agarré el cuello de la camisa y tiré de él, me empezaba a asfixiar ese tejido pegado a mi piel.

Sin levantarme fui retrocediendo. No quería que se obsesionara con mi presencia, ni que me considerara algo fácil de alcanzar. Sin apenas expirar el aire entrecortado de mi respiración miré a mi alrededor, no había nadie más: él y yo.

Se acercaba, cauto y sigiloso. Cada uno de sus delicados pasos reflejaba su mente calculadora, atenta, al acecho. Su mirada, sin desviarse, timón de sus huellas, le ofrecía información del campo abierto, sin necesidad de ladear su enorme cabeza, la cual, sin llegar a visualizarla, sabia que albergaba unas implacables fauces que no dudaría en usar.
Con sus gráciles movimientos aceleró el paso. La muerte, vestida con elegantes rayas se acercaba a mi, sin dudar, sin retroceder… Con pasos cada vez más contundentes, con huellas cada vez más profundas, se acercaba impasible.

En ese mismo instante me levanté, mis músculos reaccionaron al instante, aun estando paralizados por el miedo. Tomé una decisión, en un instante de tiempo tan insignificante, tomé una decisión.
Me sequé el frío sudor de mi frente, para que no me entorpeciera el paso, avancé, cada vez más deprisa, avancé hacia a él, sin dudar, mis pasos también debían sonar atronadores. No podían cavilar en la decisión de avanzar, ya no había vuelta atrás.

Empecé a correr hacia él, grité, grité y volví a gritar. Mi rugido debía de sonar más contundente.

Un diminuto espacio de tiempo nos separaba, en ese instante el tiempo se ralentizó, el aire se volvió frío, congelando el movimiento de cada elemento, el pulso se estremeció… Pude oír el suyo propio, también latía con fuerza.


Se apoyó sobre sus patas traseras y saltó hacia mí, en ese momento mi cuerpo había de responder, el instinto me venció y me dijo
“cúbrete...”.

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